Durante muchos años anduve perdida por desiertos. Yo ni siquiera lo sabía. Pensaba en huir, en buscar afuera “algo” (por entonces no sabía muy bien el qué) que me diera esas respuestas. En el fondo, buscaba cobijo y algo rápido que acallara o solucionara rápidamente tantas incógnitas, tanto malestar conmigo misma, tanta oscuridad. Me buscaba a mí en oasis perfectos, llenos de palabritas, de páginas escritas o dichas por vete tú a saber quién.
Pero lo cierto es que me cansé de buscar por allí y andar kilómetros y kilómetros expuesta al sol, a altas temperaturas internas y noches oscuras… Y decidí que era mejor buscar en las montañas. Siempre he amado las montañas. Algo tienen que me llaman, y a veces, hasta las escucho cantar…
Pues allí estuve, en las montañas, buscando ese “algo” que ya empezaba a tener forma. Buscaba una leve sensación de calma dentro. Digo “leve” porque bastaban unos minutos entre tanta ventisca, desprendimiento de rocas o tormentas, para sentirse bien. Qué, ¿nunca has estado en la montaña cuando hay tormenta? Sin cobijo, ni lugar seguro, todo es derrumbable. Pero la calma que viene después es maravillosa. Todo es brillante, bello, tocado por un halo limpio y puro.
Pues ahí estuve, viviendo día a día, con la sensación constante de vivir solitaria encima de la montaña, con unas cuantas palabritas atesoradas (que yo creía enseñanzas integradas) y mucha sensación de no saber quién era o cuál era la forma más sana de relacionarme conmigo. ¿He escrito “sana”? Buf… ¡ni siquiera sabía qué tipo de relación tenía conmigo misma!
Pero en una de esas tormentas, una noche, donde todo parecía oscuro… Grité.
Si, chillé, me dejé la garganta y allá arriba, sola, en medio del mundo, me sentí no escuchada, ni atendida, realmente angustiada y odié; me enrabié con el mundo y creí que mis heridas venían de fuera. Todo tenía la culpa. Todo era extraño, ajeno, doloroso….
Así que cogí las pocas “enseñanzas”, digo… palabritas atesoradas que quedaban de pie, tras tanto grito, y me fui al río. Allí era hermoso, una sentía tan bien….
Lloré, te confieso que lloré muchísimo. Más que en toda mi vida. Y también gritaba, y andaba kilómetros como en el desierto, pero todo empezaba a ser diferente.
Me sentía mejor.
Me hablaba, ¿puedes creerlo? Me hablaba a mí misma todo el tiempo, y cantaba mucho. ¡Qué locura! dirás. Pues si… Un poco. Pero me sentía mejor. Mi cuerpo empezaba a sentirse mejor, o sencillamente “sentirSE(R)”, que no es poco.
El río era tranquilo la mayor parte del tiempo. Movía sus aguas de manera dulce, suave, como acariciando. Y me acostumbré a él.
Había veces que hasta me sumergía ¿sabes?, y dejaba que me lamiera el cuerpo. Recorría con él una a una mis heridas, mis poros, mis formas…. Y era algo extraño, pero me hacía sentir muy bien.
Otras, sencillamente me tumbaba al sol mirándolo todo el rato. En silencio. En paz.
Las aguas se parecen a mis emociones, pensaba. Era muy especial pararme a mirar ésa similitud. Y te reirás quizás cuando te diga que, pasado el tiempo, entre tanto canto, hablar conmigo misma y ver en silencio el río, sentí una vez que el río se me metía adentro y ya era un poquito más yo… ¿Puedes creerlo? Fue una sensación suave, pacífica, muy amorosa… después de todo.
Y supe que había llegado el momento de moverme, de seguir el impulso que me hacía ir pasado el bosque, hacia una cueva.
En el camino, conocí muchas especies de animales. Todos eran bien distintos pero en algunos veía cosas muy curiosas que se parecían a alguna parte de mí.
Cuanto más avanzaba en el camino, más sentía que aquellos animales eran una especie de herman@s. Que no éramos tan diferentes. Que yo también tenía mucho de animal, mucho más de lo que había pensado todo ese tiempo.
Algunos llegaron a mirarme tan profundamente a los ojos a mi paso, que sentí su voz dentro de mí, hablándome. ¡Comprendía su lenguaje! Sabía que algo de mí lo reconocía desde hace mucho…
Seguí caminando. Cada día era un poco más difícil el camino, pero curiosamente yo me sentía liviana. Iba soltando ropa, cosas cargadas de mi mochila, incluso si te digo la verdad, creo que solté kilos de huesos…. Lloré mucho ese día. Me dolía el alma.
Sentí el crujir de mis propios huesos rompiendo mi carne. Y de veras sentí que me iba a morir ahí mismo, y que todos aquellos animales del bosque acabarían comiéndome.
Me hice ovillo, me sentí en esa oscuridad que tanto temía y de la que desde mucho antes del desierto o el bosque, huía… Esa misma sombra oscura de la que en el río, aprendí, que con ella podía acomodar la vista y mirar profundo, entre tanto negro. ¿Y ahora? Parece que había olvidado todo esto aprendido, porque ahí, en medio del bosque, tras esos huesos y tanto dolor, yo me sentía en la más profunda oscuridad. En la herida más sangrada y dolida.
Del dolor, supongo que me dormí…
Después de dormitar, en lo que creo era el amaNacer, vi una luz y abrí los ojos.
¡Justo estaba durmiendo a la entrada de la cueva! Solo unos pasos me llevaban a su interior. ¡Me asombré taaaaaaanto!! Que toda la energía que parecía haberse ido con la oscuridad, volvió. Y corrí pasos adentro hacia ese lugar que olía a musgo, a tierra, y a flores.
Lo que pasó allí fue increíble, hermana. Ha sido lo más mágico, amoroso y deliciosamente hermoso que he visto, sentido, experimentado y hecho en mi vida. Desde aquella cueva no soy la misma. ¿Y sabes una cosa? Cuando entré en ella, supe que aquel espacio tan hermoso no había sido posible sin haber estado antes en el desierto, con su inmensa soledad; en el río, con sus aguas-espejos, recogiéndome y reconociéndome o con aquellos animales tan salvajes y libres del bosque. Ni siquiera había sido posible sin aquel soltar de huesos, pues la entrada de esa cueva era bien estrecha y pequeña.
Meditando profundo con ese amor que sentía en aquel lugar tan sagrado, silencioso y misterioso, comprendí y ahora sé, que todos esos caminos me llevaban al mejor lugar en donde podía estar. El lugar en donde están todas ésas respuestas que tanto buscaba:
yo misma.
Así es: el desierto, el río, el bosque, el soltar de huesos y la cueva soy yo misma.
Es mi propio camino hacia dentro de mi esencia, de mi Ser, de mi sabiduría.
Es ir recordando que soy una mujer desierto y también una mujer río,
mujer bosque, invierno y cueva.
Soy Mujer Tierra, y este es mi camino de valentía hacia mi propio autoconocimiento.
Deseo que tú hagas tu viaje y que nunca más te sientas sola
en mitad de un montón de arena…
Deseo que sepas que hay mucho esperándote.
Aquí te canto la tribu.
Aquí está el canto hacia ti misma:
Comunidad Mujer Tierra
Con profundo amor, vulnerabilidad y poder,
Rosa Bellido
Ay, Hermana Salvaje!
Cómo me llegan tus palabras que tanto me resuenan, como guijarros en el río, viento en la arena y goteo constante de cueva.
El viaje eterno y precioso hacia las profundidades de nosotras mismas. Te leo y te pienso y veo las cositas que tengo de Mujer Tierra y me llenan de vida. Me sacaron mucho dolor que ya se ha ido. Por cierto, mis ovarios y yo estamos bien, el coágulo de energía estancada se fue y mi útera se siente menos presionada, la dejo sanar a su ritmo.
Gracias por compartir. Te mando luz. La semana que viene estoy ya en Canarias. La montaña, el mar… Yo, conmigo y por mí.
Te quiere, Clarita
Sent from my Wiko SUNNY
Ay qué bonita eres, bella flor salvaje!! Disfruta mucho de esta nueva etapa taaaan auténtica, maravillosa y humilde 🙂
Y ama tus ovarios y tu hermoso cuerpo de animal!!
Besos flor, estamos cerquita
Es siempre emocionante como la mujer explora su mundo principalmente desde una perspectiva de su cuerpo, sus sentidos y pot ende, de su sabiduria ancestral